¿Por qué Betty (la fea) es tan importante para Netflix en 2022?
Una mirada a fondo del fenómeno colombiano que es vital para cualquier streamer
Entre las distintas miradas que el reconocido investigador Jesús Martín Barbero aportó para estudiar un fenómeno mediático tan rico como desdeñado, la telenovela, se encuentra la de la articulación de las lógicas comerciales de su producción con las lógicas culturales de su consumo. Esta propuesta, la de las mediaciones, permite comprender la interacción entre el espacio de la producción y la recepción, puesto que, pese a su condición industrial, la producción de las telenovelas se ve atravesada también por las exigencias de la trama cultural así como el visionado de éstas, o el modo de verlas.
Para el autor en su texto La telenovela desde el reconocimiento y la anacronía (2002), la telenovela es en sí misma una estrategia de comunicabilidad puesto que implica las formas en las que tanto los destinadores como los destinatarios se hacen reconocibles y organizan la competencia comunicativa, así un espectador de melodramas tiene la capacidad de completar un relato si es que éste ha sido interrumpido, de resumirlo, de compararlo con otros títulos y clasificarlos. El destinatario desconoce la gramática audiovisual, pero sin duda es capaz de hablarla.
Y no sólo la habla, la vive.
Desde esta mediación es posible partir no sólo desde las lógicas de producción sino también de la distribución y comercialización que son parte fundamental de la existencia de ciertos títulos, tales como Yo soy Betty, la fea, telenovela colombiana de la empresa RCN de 1999, que a más de 20 años de su aparición sigue dando mucho de qué hablar tras su aparición en el catálogo de Netflix en 2020 y su anunciada y muy mencionada salida el pasado 10 de julio de 2022.
Si bien no fue la primera vez que la plataforma Netflix adquirió los derechos para la difusión de este melodrama, cosa que ya había sucedido 10 años atrás, sí es la primera vez que se pone tanta atención al fenómeno que ha causado tanto la permanencia como la salida de Betty y sus múltiples lecturas.
Este texto propone plantear algunas tantas que, así sin mayor profundidad, puedan arrojarnos algunas luces o puntos de partida para una posible exploración a posteriori.
No es Marce, no es don Hugo, ni siquiera Calderón… el villano es Netflix.
Lo primero y más visible es el momento histórico que vive Netflix tras la caída de sus suscriptores y la vulnerabilidad que ha mostrado en términos económicos el modelo de negocio que ellos mismos propusieron, el binge-watching o el maratón/atracón de series que vemos de un solo jalón.
La plataforma, que pasó de ser un videoclub online a una productora de contenidos, decidió dar más peso a sus producciones propias de series, shows y documentales por encima de aquellas que son negociadas en la mesa de la compra y venta de derechos.
A pesar de ello Yo soy Betty la fea se sostuvo por meses en los primeros lugares a nivel Latinoamérica, o al menos así lo confirma el Top 10 oficial de Netflix, un chart el streamer lanzó en agosto de 2021 para “transparentar” las mediciones y números de lo que según ellos es lo más visto por región y por país.
La búsqueda desde agosto de ese año a julio de 2022 da cuenta de que Betty se mantuvo casi un año entre los 10 primeros lugares semana tras semana sin excepción.
No es el primer ni único melodrama que Netflix alberga, no señor.
La plataforma tiene convenios de producción y coproducción con empresas como Telemundo, y en un fenómeno que solo se puede comprender en este momento histórico y según como nos lo dejan ver, las telenovelas que primero se transmiten en la televisión abierta de Estados Unidos pensadas para el público latino pasan totalmente desapercibidas, mientras que a su llegada al streaming se vuelven fenómenos de audiencia.
Así a nivel regional han creado historias como Luis Miguel la serie o Café con aroma de mujer (nueva versión) que llevan su propio sello, mientras seguimos esperando las Novelas con N de Netflix, campaña que se lanzó a principios de 2022 con la cual la empresa no solo reconoce oficialmente el valor (simbólico, monetario) de los melodramas como una oferta permanente en su catálogo, sino que visibilizó a un fandom que años antes había sido ridiculizado por la misma plataforma tras la salida de Rebelde de Televisa, y que ha demostrado que le es fiel no a una empresa, sino a una forma, un género audiovisual mediante el cual nos fue contada una historia particular: la historia de Betty en una telenovela de 335 capítulos.
Y a pesar de todo, Betty salió. Podría ser una cuestión de derechos con RCN o los dueños directos de la telenovela. Podría ser una negociación previa para no renovar estos derechos. Podría ser la necesidad de la plataforma de dar prioridad, por orgullo o por economía o las dos, a sus producciones propias.
Ya habrá tiempo para descubrirlo, pero mientras tanto, para los descorazonados fans el villano en esta historia tiene nombre propio y se llama Netflix.
Betty, la marca
Betty in NY (2019) es el título de una de las más recientes adaptaciones de la historia de Beatriz Pinzón Solano en el contexto internacional, junto con Mi espantapájaros favorito, versión ucraniana de 2021. Se trató de una telenovela de 123 capítulos producida por Telemundo que se adaptó del texto de Fernando Gaitán para una nueva re creación y re lectura 20 años después de su estreno original, en el marco de una práctica sumamente normal dentro de la industria audiovisual: la compra/venta de formatos.
Podría decirse incluso que esta práctica es uno de los pilares que hoy sustentan a esta industria mundial, no tan solo a nivel de contenidos para la televisión sino también de series y shows para las plataformas. Pero, ¿en qué consiste? He aquí un brevísimo ejemplo desde la misma Betty la fea:
Cuando el modelo de negocio de las televisoras era la producción, distribución y venta de sus propias creaciones, allá por los años ochenta, el éxito estaba en las historias de cualquier televisora que se compraban para su transmisión y/o re transmisión en distintos países y partes del mundo.
En México, Televisa fue el gran ejemplo a seguir por el impacto que causaban sus telenovelas cuando se vendían en países sumamente alejados del contexto latinoamericano, así como el furor que provocaban sus actrices y actores al visitar Italia, Grecia o Rusia, por mencionar algunos tantos ejemplos. La gente los reconocía a ellos, a ellos y a las historias que les había contado Televisa, aunque ciertamente no siempre se trataba de propuestas originales sino de adaptaciones o versiones libres. O de plagios bien plagiados pero que antes no se reconocían como tal.
El productor chileno Valentin Pimstein fue el rey de estos destellos de “inspiración”, por los cuáles desde la década de los setenta los mexicanos (y muchos otros ciudadanos del mundo) pudimos conocer historias convertidas en grandes éxitos que antes ya se habían contado en otros países de Latinoamérica sin tanta difusión, como sucedió con los melodramas Mundo de juguete (1974) o Vivir un poco (1985). Una era un original argentino (Papá corazón) y la otra, chileno (La madrastra).
Por eso, poco después del estreno en Colombia de Yo soy Betty la fea y del fenómeno que durante los dos años de su transmisión comenzó a provocar entre 1999 y 2001, en México se pudo ver una telenovela de nombre El amor no es como lo pintan (2000), escrita por Eric Vonn para Televisión Azteca donde, sospechosamente, se contaba la historia de una chica muy feíta inmersa en un mundo de gente muy bella.
Así, esta práctica pasó de ser inspiración al nuevo modelo de negocio del siglo XXI en el que, tal como sucede con las marcas, lo que se vende es la franquicia, que incluye la historia y los derechos para que pueda ser adaptada a distintos contextos y formatos, con ciertos parámetros impuestos por los dueños de ésta para evitar que el contenido difiera o se aleje diametralmente de su original. Algo así como La casa de papel versión España y ahora versión Corea.
Entonces pasamos de ver sospechosísimas copias a nuevas versiones de la misma Betty, que se vendió a todo el mundo cual si fueran cafeterías de Starbucks o establecimientos de comida rápida de McDonalds, ya que aquí el bien simbólico que se comercializó fue entendido como una marca, y de ello da cuenta el libro From telenovela to international Brand: Tv´s Betty goes global, publicado en el año 2013 que conjunta una serie de reflexiones que parten desde su origen colombiano hasta sus réplicas de Alemania, España, China, India, Israel y Rusia.
La marca además ha dado para caminar un sendero transmedia maravilloso dentro del Universo Betty, cuya expansión encontramos en caricaturas, obras de teatro y la apropiación de los fans que han creado cuentas de redes sociales, música, memes y múltiples cosas más.
En México tuvimos una extraña versión llamada La fea más bella (2007) y en Estados Unidos se han producido dos: Ugly Betty, producida por Salma Hayek en 2006 para la cadena ABC en formato de serie, y Betty in NY (2019) de Telemundo, misma que se puede ver en Netflix por esa relación comercial que hay entre la televisora y la plataforma.
Entonces… si ya hay una versión de Betty más actual, adaptada al contexto comunicativo de estas épocas y que se ve así bien preciosa en su factura y fotografía, promovida por una empresa que tiene intereses comerciales (Telemundo) con la plataforma (Netflix), ¿para qué conservar un original que pues es muy popular pero muy bonito muy bonito no es ni se siente con una factura a la altura de la marca propia? Esta pregunta la hace a nivel personal quien esto escribe.
La transformación de Betty nunca traicionó su esencia
Una de las quejas constantes de quienes como yo alucinamos la versión mexicana de Betty la fea es que el personaje interpretado por Angélica Vale sí tuvo una transformación radical de descuidada a deslumbrante, cosa que en la versión original no sucedía así.
En la Betty original, el personaje iba evolucionando físicamente de acuerdo con su evolución emocional: situaciones como el irse autodescubriendo sin verse como la hija de, la asistente de, o la eterna enamorada de; el irse valorando por quien era, asumiendo la responsabilidad de sus errores y empoderándose de su nueva situación se reflejaron en un cambio de peinado, de estilo en su vestuario, de paleta de colores, de armazón para sus lentes. Los frenos se fueron poco a poco, pero eso no cambió ni su risa ni su capacidad de reírse de sí misma.
Y así como Betty, o quizá, junto a Betty, la forma en la que conocimos a las telenovelas por décadas ha cambiado radicalmente. Quizás a propósito de Betty.
Las telenovelas del siglo XXI no son exclusivas de un continente, y al tener a nuevos jugadores las propuestas narrativas y visuales han embellecido a esa pobrecita fea que por años lució acartonada, gris, sin escenarios naturales, ni múltiples cámaras que dieran tomas estéticas y perfectas por todas partes.
Los melodramas producidos en países como Turquía, Corea o India están mostrando a mujeres y hombres que, tal como las reglas lo indican, nos cuentan historias de amor (romántico, familiar) pero ahora en contextos laborales, que hablan como habla la gente común (en sus traducciones), en situaciones de la vida cotidiana que tal vez están lejos de nuestras vidas cotidianas, pero igualmente nos anclan, nos conectan, nos hacen soñar.
La telenovela en algunos países floreció como floreció la Betty original, honrando su naturaleza, no desdeñándola. Ese florecimiento es el de industrias regionales que asumen con orgullo que están haciendo telenovelas y que ahora las están vendiendo para su distribución a países que antes creaban estas grandes historias, como México.
Y es que, así como lo hizo el personaje de Leticia (su símil mexicano), aquí la telenovela dejó de ser vista con honor y comenzó a llenarse de inseguridades, de problemas existenciales, de coloretes, pelos pintados y ropa ajustada. No, en México Leticia Padilla no tuvo un proceso paulatino ni honró a quien era en sus orígenes; ella como la industria, decidieron que ya no querían ser telenovelas, que ya no querían ser esos bichos a quienes todos ninguneaban pero que tanto producían, y entonces los melodramas ahora buscan una nueva identidad, ya sea porque las pretenden llamar teleseries (como lo hizo Argos), super series o como se llamarán en la nueva plataforma de Televisa, Vix, serielas.
Otros países latinoamericanos que antes eran potencias en telenovelas también han dejado de serlo por otro tipo de circunstancias.
En Colombia dieron paso a las narcoseries, en Venezuela dejaron de producirlas, y Argentina sostiene lo que puede tras años de crisis económica que por supuesto también repercute en esta industria.
Este fenómeno se pone sobre la mesa porque según parece, en la industria latinoamericana producir telenovelas pasó de ser un orgullo internacional a una vergüenza local, esa que siempre ha estado presente en la historia del melodrama por tratarse de historias pensadas para las masas, para el pueblo.
Eso que tanto las élites intelectuales como académicas desdeñan tanto como muchos suscriptores de Netflix que, lejos de subirse al tren de Betty se quejaban amargamente de tener que ver entre las sugerencias de la plataforma telenovelas que son para “la gente que solo ve televisión abierta” y que, por el contrario, no corresponde a un catálogo de historias de tal calidad que por ello se paga, gustosamente, una cuota mensual que sube y sube para justificar el elevado costo de esas magnánimas producciones.
Entonces, ¿continuar perpetuando un formato que para ciertas industrias y ejecutivos es un mainstream del siglo pasado que ya huele a rancio, que evidencia que los cambios hechos a nivel regional no han traído evolución sino traición a su esencia, es algo que le conviene a una Netflix que pretende impulsar con todo sus propios melodramas que, temerosa, ahora llama Novelas con N?
Todos somos Betty
En un contexto sumamente lejano de las telenovelas, pero cercano a prácticas culturales como la lectura, el pensador francés Roland Barthes afirmó en el año 1968 que cuando una obra literaria es escrita, publicada y ésta llega a manos del público, comienza el proceso en el que muere un autor y nace un lector. La muerte del Autor (con mayúscula) le quita peso a esa figura que los críticos literarios endiosan como todopoderosa, y su gran obra pasa a ser un mero texto con un cúmulo de referencias ordenadas por el autor que, al ser puestas a disposición del Lector cobran sentido, el sentido que ese lector le da de acuerdo con el lugar desde el que lee, con su propio bagaje, educación, situación de vida. La propuesta original del Autor muere cuando el Lector le da su propia interpretación.
Palabras más, palabras menos.
En el terreno de los estudios de la Comunicación la comprensión del proceso que involucra al emisor, al mensaje y a la recepción de cualquier mensaje mediático ha pasado por muchas etapas, algunas muy similares a lo expuesto por Barthes, quién también estuvo cercano a temas de publicidad y cinematografía.
Así la figura del receptor pasó de ser esa entidad que recibía mensajes sin filtros, cuestionamientos ni preguntas, a aquella que recibe sólo lo que está cercano a su interés, que discierne de manera inconsciente lo que reconoce, con lo que conecta porque corresponde a su forma de ver y percibir el mundo.
Estas conexiones se dan por las distintas mediaciones que se involucran en tan simple, tan cotidiano, pero tan importante momento que es el visionado de cualquier contenido audiovisual, que va más allá de las pretensiones del Autor. Más allá de las malévolas y perversas ideologías hegemónicas.
¿Por qué vemos este contenido? ¿Por qué elegimos éste por encima de otro? ¿Por qué conectamos? ¿Por qué sellamos con sangre ese pacto simbólico de seguir una historia pase lo que pase, sea cual sea su final, aunque lo intuyamos o sepamos en qué va a terminar todo? ¿Cómo es que me identifico? ¿Es lo que cuentan que me recuerda a mí mismo? ¿Es que veo la historia de alguien más? ¿Es que me presenta situaciones y emociones que en mi vida cotidiana jamás he sentido?
Existen muchos fenómenos mediáticos que sirven como ejemplo para explicar este punto. Star Wars es el favorito que aparece continuamente en los libros, conferencias y clases universitarias donde se habla del transmedia no sólo como la expansión de una historia en distintos formatos (cómics, libros, series de televisión, animaciones, videojuegos), sino desde el poder que adquieren los fanáticos por el simple y sencillo hecho de conectar con una historia y hacerla suya.
El documental La gente vs George Lucas (2010) es un producto muy ilustrativo que muestra cómo los fans han debatido una y otra vez las decisiones de la mente detrás de la historia de los Skywalker (ese año aún no se sabía de la venta de la franquicia a Disney), cuestionándole los episodios 1, 2 y 3, los cambios hechos a las películas originales en cuanto a efectos especiales e incluso la propiedad de este relato. El fandom alega que Lucas ya no puede ni debe cambiar algo que ya no le pertenece, que no es suyo, porque es y ha sido desde 1977 propiedad de los miles, millones de personas que vieron, amaron y adoraron por todas y cada una de sus particulares razones, las películas originales.
Lo mismo podemos decir de fenómenos como el fútbol, como la fidelidad que se profesa ante cualquier equipo que por muy mal que juegue representa una idea, una memoria colectiva compuesta de deseos, de recuerdos, de motivación y desencuentros.
Todos tenemos derecho a engancharnos con algo que nos emocione más allá de nuestra propia lógica o entendimiento. Todos. Y los fans de las telenovelas, en su mayoría, se enamoraron de Betty la fea.
Muchos tuvimos click con una historia que nos recordó que sentirnos el patito feo era válido y estaba bien; muchos porque conocimos a Betty no desde su situación romántica, no desde su tradicional familia, sino en su entrevista y primer día de trabajo (que incluso vivimos en cámara subjetiva al inicio del capítulo 1, cuando Betty, y todos, bajamos del bus y recibimos las miradas penetrantes de los trabajadores de Ecomoda).
Porque todos hemos pasado por ese momento. Porque todos nos hemos sentido así. Porque todos la hemos cagado. Porque todos hemos hecho cosas buenas que parecen malas solo por amor.
Lo que hacemos con ella, luego de su visionado, es otra historia. Algunos crean memes. Algunos otros crean cuentas de twitter para analizar / cuestionar la visión de género que transmite esta historia. Otros hacen tesis. Otros hacen listas con la música incidental o incluso las interpretan con distintos instrumentos.
Algunos las toman de pretexto para clases de finanzas (o lo que no se debe de hacer), y para algunos otros, los muchos más, Betty y los demás personajes son una compañía, son las personas con las que compartimos nuestro día a día, que nos hacen reír, que nos hacen llorar, que nos permiten tener conversación con conocidos o desconocidos en las redes sociales.
Para muchos simple y sencillamente Betty es un recuerdo de lo que solía hacerse años atrás para un público que sin tapujos se declaraba fan de los melodramas, sin importar ser mal visto, raro, popular. Uno que también tiene derecho a ser un fandom visto, reconocido, con validez, con legitimidad social, con hordas de similares alrededor de todo el mundo que hoy comparten sus gustos y afinidades porque Betty se hizo mundial, y aunque con caras diferentes, todos conocimos y compartimos su historia.
Y ahora no solo aprendimos a sentir a través de Betty sino a sentir con y por Betty. Hoy, más que preocuparnos su futuro en Ecomoda (que prácticamente nos valió sombrilla en la segunda parte de esta telenovela que fue un rotundo fracaso y una muy mala idea), nos preocupamos por nuestro futuro con ella. Somos parte intrínseca de la telenovela que seguimos viviendo todos los días.
¿A dónde irá ahora? ¿Dónde podremos verla de nuevo? ¿a qué plataforma deberemos suscribirnos con tal de seguirla a donde quiera que vaya? ¿Qué vamos a hacer quienes en estos años sabíamos que podíamos encontrarnos con ella, con la misma Betty de siempre, a cualquier hora pero en el mismo lugar?
La industria juega con las certezas del lector. Y nosotros las defendemos.
¿Quién saldrá victorioso ahora?
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